Instinto

La violencia colectiva, junto al pánico, son las dos formas de comportamiento colectivo con más prensa.  Sin duda, a los medios de comunicación les encantan. Son excelentes formas de alimentar audiencias movilizando una mezcla de  morbo, indignación ilustrada, miedo visceral y prejuicio de clase.

Ante las inagotables imágenes de violencia que proyectan los medios, no con poca frecuencia se despierta en nosotros una pregunta fundamental: ¿por qué ocurren estas cosas?  Y entre las respuestas fáciles, una es particularmente decimonónica: en situaciones multitudinarias se desatan las bajas pasiones y los instintos más primarios.

Recurrir a los instintos para explicar la violencia colectiva no deja de ser resultar curioso, especialmente si tenemos en cuenta que «portarse bien» en la misma situación -multitudinaria- no se explica de la misma manera, como tampoco se habla del instinto animal para describir las cargas policiales.  Resulta evidente que se trata de una descripción parcial, cuyo efecto es la deslegitimación de una determinada acción.  Rebajándola al nivel de lo «bestial» o «animal», se le sustrae de lo que consideramos «civilizado» y se cancela cualquier vía «racional» o dialogante como estrategia para lidiar con ella (justificando, de paso, el mero uso de la fuerza en su contra).

Esta estrategia de deslegitimación viene de lejos.  Como ya he sugerido, se ha conservado viva desde el siglo XIX.  Se volvió especialmente popular por los escritos de Charles Darwin quien, en 1871 escribía:

Si consideramos al hombre como animal social, es muy probable que deba heredar determinadas tendencias a guardar fidelidad a los compañeros y a someterse al jefe de la tribu, ya que ambas cualidades son propias de la mayoría de los animales sociales. Bajo la influencia de esta herencia estará dispuesto a salir en defensa de sus camaradas en convivencia con el resto y a prestarles colaboración en cualquier circunstancia, siempre que no sea en un detrimento excesivo de su propio bienestar o de sus aspiraciones más profundas.

Bajo la influencia del darwinismo, la psicología social pronto empezó a encontrar instintos detrás de cada fenómeno de su interés. Sería William McDougall uno de los principales defensores de esta tendencia. Dicho autor, en lo que algunos consideran uno de los primeros libros de psicología social (“An Introduction to social psychology”, 1908), definía así los instintos:

Así pues, podemos definir un instinto diciendo que representa una disposición psicofísica heredada o innata que lleva a su poseedor a percibir objetos de una determinada clase y a prestar atención, a experimentar excitación emocional de una determinada calidad al percibir un determinado objeto y a actuar de una manera particular o, cuando menos, a experimentar un impulso al ejecutar tal acción.

No obstante, la moda intelectual favorecida por los trabajos de Darwin y McDougall fue perdiendo fuerza poco a poco, y la referencia a los instintos desapareció progresivamente de los planteamientos psicosociológicos. Ya entrado el siglo XX, Erich Fromm (1945/1995) expresaba su oposición a la doctrina de los instintos con estas palabras:

… al nacer [el ser humano] es el más desamparado de todos los animales. Su adaptación a la naturaleza se funda sobre todo en el proceso educativo y no en la determinación instintiva (…) El hombre nace desprovisto del aparato necesario para obrar adecuadamente, aparato que, en cambio, posee el animal. (…)  este mismo desamparo constituye la fuente de la que brota el desarrollo humano; la debilidad biológica del hombre es la condición de la cultura humana. (p. 50)

El acento puesto por Fromm en este fragmento nos indica la dirección seguida por muchos psicólogos sociales que rechazaron las explicaciones instintivas: se trata de la vía de la socialización y de la enculturación. En construccionismo social, en cierta forma, ha seguido esta senda ofreciendo una lectura sociohistóriamente contextualizada de los «instintos». Desde esta perspectiva, lo que denominamos un «instinto» es parte de un vocabulario culturalmente compartido con el que hacemos inteligible la realidad en la que vivimos.  El contenido de ese vocabulario y el significado de sus descriptores varía de un lugar a otro y de un período histórico al siguiente.  Kenneth Gergen (1997:32), lo expresa así a propósito de uno de los instintos más entrañables:

En la época moderna consideramos que el amor de una madre por sus hijos representa un aspecto fundamental de la naturaleza humana, así como que las emociones tienen una base genética. Si una madre no muestra amor por sus hijos (por ejemplo, si los abandona o los vende), nos parece inhumana. (Curiosamente, no consideramos tan «antinatural», por lo común, que un hombre abandone a su esposa e hijos.) No obstante, la historiadora francesa Elisabeth Bandinter sostiene que no siempre fue así. En Francia e Inglaterra, durante los siglos XVII y XVIII los niños vivían de forma marginal. Los escritos de la época ponen de relieve una generalizada antipatía hacia ellos, porque nacían en el pecado, significaban un fastidio insoportable y, en el mejor de los casos, sólo servían para jugar o para convertirse en el futuro en labradores. Entre los pobres, que no practicaban el aborto no tenían fácil acceso al control de la natalidad, abandonar a un hijo era una costumbre difundida. A todas luces el concepto de ‘instinto maternal’ habría parecido extraño en estas sociedades.

Así pues, cada vez que alguien busca en los «instintos» una explicación a la violencia colectiva nos recuerda que la agresividad instintiva, junto con el «instinto maternal», sobrevive aún como concepto con sentido en la cultura popular. Forman parte aún (y de manera muy activa) del sentido común.  Razón por la cual es tan difícil desmantelarlos una vez alguien los ha vuelto relevantes. Por esta vía, termina ocurriendo con ellos lo que un conocido mío decía sobre los horóscopos: «No creo en ellos, pero siempre los leo porque son un excelente tema de conversación». Queda por ver si, aparte de tener esta función, los instintos pueden aportar algo de provecho a la psicología colectiva y, más aún, a los procesos de cambio social.  En este último sentido tengo que confesar mi pesimismo.  Que las referencias a los «instintos» sean hoy parte del folclore, no les resta sus perniciosos efectos deslegitimadores.

Referencias:

Fromm, Erich (1947/1995). El miedo a la libertad. Barcelona: Paidós.

Gergen, Kenneth (1997). El yo saturado. Barcelona: Paidós.

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